Cruzando el Niágara en Bicicleta: Crónica de un Paciente sin Recursos en La Romana
- Serie 26 La Romana
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La Romana.- Durante mucho tiempo viví ignorando—o quizás negándome a ver—la dura realidad de los pacientes en mi ciudad natal, La Romana. Sabía que había carencias, sí, pero las asumía como parte del paisaje, como una más de esas grietas normales en el edificio tambaleante del país.
Sin embargo, no fue hasta que me convertí en paciente que sentí el golpe seco de una verdad que muchos llevan años soportando en silencio: enfermarse en República Dominicana siendo pobre es casi una sentencia de muerte con nombre, firma y sello.
Nos han hablado de un “sistema de salud” que protege a los más necesitados. Nos han vendido la idea de un gobierno comprometido con los marginados. Nos han repetido hasta el cansancio que los hospitales públicos son la respuesta del Estado a la desigualdad. Pero basta con necesitar atención médica real, especializada, urgente… para descubrir que todo eso no es más que un discurso cuidadosamente escrito para no incomodar a los organismos internacionales que evalúan nuestras políticas sociales.
El problema no es simplemente un seguro como SENASA—que, al final, es solo una herramienta dentro de un engranaje mucho más grande y oxidado—el verdadero problema es un sistema de salud que no funciona.
Un sistema donde el 90% de los hospitales públicos no están equipados para responder ni siquiera a las necesidades básicas de sus pacientes. Y lo más indignante: tener seguro o no tenerlo da exactamente igual.
Un inmigrante indocumentado que entra a un hospital público sin papeles ni cobertura alguna recibirá prácticamente el mismo trato que un ciudadano dominicano que lleva años cotizando al sistema. ¿Entonces, para qué sirve el supuesto acceso a la salud garantizado por el Estado?
Las preguntas comenzaron a apretarme el pecho mientras, enfermo y con ganas de utilizar lo prometido, trataba de encontrar una solución a un cuadro clínico que podría haberme llevado a una muerte silenciosa, sin dignidad, como si nunca hubiese existido…Pensaba: ¿cuál es el negocio oculto entre clínicas y enfermedades? ¿Acaso no juraron los médicos “no aprovecharse del sufrimiento de los pacientes”? ¿Dónde quedó el principio de humanidad que da origen a la medicina?
Y mientras tanto, las clínicas privadas hacen su agosto, vendiéndote una cita a 3,000 pesos y un análisis a 10,000 como si estuvieras comprando un viaje en crucero. ¿Qué juramento hipocrático? Aquí se graduan de medicina para llenarse los bolsillos. Para llegar a su BMW, poner su bata blanca como un disfraz y mirarte como si fueras basura apilada en la sala de espera.
Lo que más duele no es el edificio en ruinas del sistema de salud dominicano, ni los baños mar olientes y lleno que mojones de la noche pasada. Es el cinismo que lo sostiene. Es el “no hay”, el “vuelva mañana”, el “el doctor no ha llegado”, repetido como un mantra de desesperanza a quien está al borde del colapso físico y emocional. Es el ver médicos que, quizá por frustración o hartazgo, parecen haberse olvidado de por qué decidieron estudiar medicina.
No todos, es cierto. A lo largo del camino, encontré algunos rostros humanos entre las batas blancas, personas que todavía creen en su vocación, aunque tengan que cumplirla con las uñas y el alma agotada. Pero son minoría.
Los pasillos del hospital Aristides Fiallo Cabral al que acudí, que presume de “modernidad” desde su fachada, son más bien pasillos del abandono, del “sálvese quien pueda”, del “tráigalo usted”, del “váyase a su casa a rezar”. Y sin embargo, en medio del caos, hubo algo que me reconfortó: la solidaridad entre nosotros mismos, entre los dolientes. Gente común que te ofrece agua, que se queda contigo si ve que te mareas, que te da el número de un médico decente o de un laboratorio accesible. Ese dominicano de a pie, solidario en su miseria, fue mi verdadero auxilio.
Hoy escribo este artículo desde el dolor y la impotencia, pero también desde la necesidad de decir lo que muchos callan. No puede seguir siendo normal que enfermarse signifique mendigar atención.
No puede seguir siendo parte de la cotidianidad que el sistema de salud trate a todos igual de mal, como si eso fuese sinónimo de equidad. Y sobre todo, no podemos seguir permitiendo que la salud sea una industria donde el sufrimiento humano es mercancía.
La próxima vez que vea una valla publicitaria con una sonrisa de funcionario y la promesa de “salud para todos”, recordaré aquel hospital. Recordaré el eco de los “no hay”. Recordaré mi propia lucha por no morir en el olvido. Y quizás entonces, con más fuerza, seguiré preguntando: ¿cuál es el verdadero negocio de la salud en este país? Seguiré pensando en esa canción “el Niagara en bicicleta “
